martes, 12 de febrero de 2008

Vacío en el Premio Aguascalientes, reflejo de política mezquina

El jurado del Premio Aguascalientes 2008, integrado por José Luis Rivas, Jorge Esquinca y José Javier Villarreal, decidió declarar desierto el galardón. Es del dominio público que en recientes emisiones pasadas no sólo resultaron premiados libros de una cuestionada calidad, sino que también hubo evidente favoritismo por parte de algunos jurados. Resulta obvio que este año –seguramente como reacción desesperada a ese creciente desprestigio que, por esas malas elecciones, comenzaba a pesar sobre el que fue durante varias décadas el premio de poesía más importante de México– la consigna era dejar claro que iba a primar a toda costa la calidad poética sobre cualquier otra valoración. Muy bien. Se entiende.
El problema es que la decisión del jurado deja ver los entretelones: esta vez, en aras de no equivocarse, prefirieron no tomar partido. El temor a la opinión pública pesó más, cancelando la elección objetiva de un ganador.
Aunque declarar desierto un premio es un derecho que asiste a los miembros de un jurado, y se comprende que así suceda cuando hay escasa participación o cuando, por ejemplo, se trata de distinciones para primeras obras, en el caso del Aguascalientes, también es vox populi que participan poetas –aunque se trate siempre de una minoría– cuya obra es digna de ser premiada, leída, difundida. Es importante señalar asimismo que el “panorama” suele variar poco de un año a otro, porque los mismos autores participan en repetidas ocasiones. En consecuencia, el nivel poético tampoco cambia tan drásticamente de un año a otro. ¿A quién pretenden engañar estos miembros del jurado?
No encontrar ni un solo manuscrito “de excelencia”, entre los 207 que participaron, hace dudar hasta al más ingenuo de los espectadores de este circo. Lo que los miembros del jurado dictaminaron fue la inexistencia de calidad de una buena porción de la poesía que se escribe actualmente en México, y ello es no sólo una evidente muestra de menosprecio al trabajo de sus colegas (que eso son), sino de su obediencia a una política corta de miras, regañona y mezquina que deja mal parados a los organizadores. Pareciera que el remedio que encontraron este año para paliar errores pasados resultó peor que la enfermedad del desacierto y el favoritismo.
Pero no todo dura para siempre. Habría que replantear, desde ya, la forma de juzgar y de premiar al otro sin arrebatos o sin falsas moralinas; cambiar esquemas anquilosados. Si el Premio Aguascalientes ha dejado de ser representativo del quehacer poético de este país, pues volteemos a otra parte. Ignoremos a quienes no se comportan –por temor, altanería u obediencia– a la altura de las circunstancias, pero sólo después de decirles lo que pensamos de ellos.
Ante un hecho que resulta cuestionable, se ha vuelto más común callar que manifestarse. Resulta más cómodo, más prudente, o más “digno” hacerlo así. El no me doy por enterado ha ido forjando, en buena medida, y para mal, parte de nuestra idiosincrasia. Manifestarse es, sin embargo, un derecho y una obligación. Hay que opinar cuando creemos que es válido hacerlo. Éste es el caso.
Claudia Hernández de Valle Arispe, Eduardo Mosches, José Ángel Leyva, Ludwig Zeller, Saúl Ibargoyen, Maricruz Patiño, Felipe Vázquez, Eve Gil, Juan Antonio Rosado, Elia García, Susana Wald, Cynthia Pech, Carlos López y Marilú Suárez Herrera